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La Orden de la Sangre
I. El regreso del Shanadi

Montse G. Rigau

Capítulo I

Empezaba a caer la tarde y la luz que se colaba por los tragaluces del techo empezaba a decaer. Conrad estaba entusiasmado, por fin había llegado el día que había estado esperando. Era un hombre moreno, de talla más bien pequeña y brillantes ojos azules. Vestía un hábito negro, veteado de cenefas verdes en la falda y las anchas mangas, lo ajustaba con un cinto de cuero remachado de joyas en el mismo tono que el bordado. Observó a los magos, eran seis, un hombre y cinco mujeres. Todos lucían un hábito idéntico al suyo, con las capuchas colgando a la espalda. Él era el primero entre ellos y completaba el consejo de siete magos de la Orden de la Sangre. Ellos formaban el consejo de Shakah, eran los ministros de la diosa y el único gobierno que había tenido la comunidad en las últimas décadas.

Observó a los magos, se afanaban con los últimos arreglos sobre la gran mesa del consejo y el nerviosismo flotaba en el aire, los preparativos estaban casi listos. En cuanto cayese la noche se dirigirían al lugar y podrían llamar a su señor, él regresaría al mundo, ella se encontraría con su destino y él iniciaría el camino hacia el suyo. Por fin. Ellos creían que se había visto forzado al ritual que estaban preparando, que era su último recurso, una medida desesperada. Pero había andado conscientemente los pasos desde el principio, inspirado por Él. Había estado luchando por retenerle todos estos años y, a cambio, había podido conservar el poder.

No había sido fácil llegar hasta ese momento, en más de una ocasión pareció que perdería su posición antes de llegar a la meta. La había conservado, por Él y también gracias a Él, pero el precio para el culto había sido alto. Había conseguido contener los últimos conatos de rebelión a duras penas, el templo había decaído y la comunidad había disminuido mucho. En momentos de debilidad, había llegado a pensar que se disolvería y desaparecería antes de llegar a su meta. Pero Él no lo habría permitido, solo había dejado que se debilitara lo suficiente como para poder manejarlo mejor y que no fuera un arma en manos de traidores. No debería haber desconfiado de sus planes ni de su poder.

Ahora el momento estaba a punto de llegar, Oliver se había citado con la chica esa noche. Ella acudiría de buena gana hasta el lugar acordado y, una vez allí, estaría en sus manos. Llevaban meses confundiendo a la izani para que no se percatara de su presencia. Tenían que ser muy sutiles al utilizar cualquier conjuro con ella, afortunadamente parecía estar menos atenta a lo relacionado con la magia, que a otras cuestiones más mundanas.

—Ya falta poco para la hora. —Era Mara quien le hablaba, la maga de más alto rango después de él. Lucía una larga melena rubia y rizada que enmarcaba un rostro de expresión dulce. Ella también estaba impaciente—. Me preocupa que falle algo, la chica no es quien le mató.

—Funcionará —le tranquilizó Conrad, aunque él tampoco las tenía todas consigo. El ritual que iban a llevar a cabo estaba prohibido, habían levantado la prohibición excepcionalmente y las condiciones en las que lo iban a realizar no eran las ideales. Pero los magos no podían albergar dudas al emprenderlo y él menos que nadie. Iba a funcionar, Él se aseguraría de que lo hiciera—. Es su sangre y su única encarnación posible, será una buena sustituta. La esencia de las dos es muy parecida, comparten capacidades y la concentración de la hija es lo bastante alta. Es casi como si ella misma abriera la puerta.

—Pero no lo es y no parece que vaya a necesitar pronto una encarnación. La diosa está a su lado, no deberíamos confiarnos —intervino Gemma. Era una mujer alta y delgada, y su expresión era grave. El cabello castaño rojizo enmarcaba el rostro alargado y lleno de pecas—. Además, debería ser un macho quien contuviera el espíritu del Eterno. Ni siquiera ella en persona sería la candidata ideal.

—Servirá, estamos hablando del Eterno y solo tiene que servir para darle entrada, no va a ser su encarnación definitiva —le replicó Miriam—. Utilizar al otro hijo es tan inviable como usarla a ella en persona, ya lo hemos discutido. Se trata solo de traerle a este mundo, la chica es provisional, una vez él esté aquí, podrá llegar hasta el cuerpo que realmente necesita por sí mismo.

Todos guardaron silencio y volvieron a sus quehaceres, aunque ya no quedaba mucho que preparar excepto ellos mismos. Terminaron de guardar los útiles que habían dispuesto en una bolsa de deporte y fueron sentándose a la mesa uno detrás de otro. Era una mesa redonda, situada en el centro de una sala, salpicada de velas encendidas sobre la madera y con ocho sillas a su alrededor. Una de ellas tenía el respaldar más alto y permanecía vacía, era la silla que correspondía al izani. Tras ella, el trono de madera labrada se erguía sobre una pequeña tarima estaba también vacío, ese era el lugar reservado al shanadi. Nadie se había sentado en esos asientos desde hacía seis décadas, la esperanza de los magos era que después de esa noche, volvieran a estar ocupados. Las paredes de la sala eran de piedra y estaban desnudas, excepto por los viejos soportes para antorchas de hierro forjado. El techo alto y abovedado estaba perforado por dos tragaluces y ahora estaba envuelto en sombras, el sol ya se había puesto.

Los siete magos unieron las manos alrededor de la mesa y se concentraron, un tenue brillo verde surgió de sus manos y una sombra comenzó a reptar entre sus pies. Siguieron hasta que la sombra subió encima de la mesa cubriendo las velas encendidas. Al poco, comenzó a agitarse para transformarse en siete serpientes negras y vaporosas, como la oscuridad que las formaba. Los animales reptaron por la penumbra que envolvía la superficie de la mesa, entre las llamas temblorosas de las velas, hasta situarse frente a la caras de los magos. Cada una eligió a su dueño y se introdujo en él a través de la nariz. Los magos echaron la cabeza hacia atrás y se convulsionaron levemente al recibirlas, luego se soltaron las manos, se colocaron la capucha y salieron lentamente.

La marcha la encabezaba Conrad, su expresión era grave y los ojos azules parecían brillar en la penumbra del interior de la capucha. Le seguía Mara, caminaba con paso firme, cualquier dulzura había desaparecido de su expresión mientras miraba al frente, con los ojos verdes muy abiertos. Tras ella caminaba Ylana, con un paso menos decidido. Miriam la seguía un paso por detrás, estaba pletórica. Aquel era el momento que había estado esperando junto a Conrad. El Eterno volvería y Conrad por fin recibiría la posición que le correspondía. Podría soltar el lastre de soportar el poder de otro y asumir el suyo propio. Ahora por fin habían llegado a la meta y ella no podía dejar de sonreír. Olga, muy parecida a ella, tanto que costaba distinguirlas, seguía sus pasos.

Gemma seguía la procesión un par de pasos más atrás, la larga melena rojiza surgía de la capucha y se desparramaba sobre el pecho llegando casi a la cintura. No había querido recogérsela, era su homenaje personal a quien seguía siendo la izani, al menos hasta que completasen el ritual con éxito. Oliver cerraba la marcha con gesto de desagrado y una chispa maliciosa brillando en sus ojos. Él había sido quien se había opuesto con más vehemencia a aquel plan. Sin embargo, le habían reservado el papel más activo en él. Ahora, después de haber conocido a la víctima y ostentar el dudoso mérito de atraerla a su perdición, tenía la esperanza de que el plan fallara. Creía que el Eterno no podría ocupar su cuerpo, aunque tal vez no lo necesitara. Pero eso no iba a ayudar a la pobre chica, probablemente su mente quedaría afectada y ya no volvería a ser la misma, si sobrevivía al ritual.

Tara se miró al espejo. No estaba segura del color de pintalabios, el rojo ahora parecía un poco exagerado. Tenía una boca pequeña, los labios finos, la piel muy blanca y los ojos oscuros y profundos. «Era una chica del montón», pensaba ella. Tenía que añadirle algo de color al conjunto, pero ese rojo ahora se le antojaba demasiado fuerte. Se miró el pelo, ¿se lo dejaba suelto? Tenía una bonita melena, negra, brillante y rizada, pero en la penumbra no luciría y podía acabar encrespada con la humedad. Decidió recogerse el pelo en una cola de caballo y volvió a mirar el resultado en el espejo. Ojalá se sintiese más segura, pensó.

Se asomó un momento a la puerta del dormitorio. El pasillo estaba a oscuras, por fin su madre se había acostado. Estaba nerviosa, él le había mandado un mensaje por la tarde pidiéndole que se vieran esta noche. Ella le había propuesto quedar en la orilla del lago. Allí había muchos rincones donde esconderse a beber, fumar y tontear un poco. Podía decirle a su madre que quedaba con el grupo de chicas. No le pondría ningún problema, no era estricta. Ni siquiera le prestaba demasiada atención. Pero Oliver había querido quedar ya entrada la noche y no se iba a creer que a sus amigas las dejaban salir a esas horas, así que había tenido que esperar a que se acostara. Por suerte, esa noche no le había dado por trasnochar demasiado, pero ya era más de medianoche y aún tendría que esperar un rato para estar segura de que se dormía. Estaba emocionada, nunca un chico había querido estar con ella a solas. Claro que tampoco era fácil que eso ocurriera viviendo en un internado donde solo había chicas. Le mandó un mensaje a Oliver: «En media hora salgo».

No podía creer que hubiese ligado con un chico como ese. Sus amigas estaban rabiando desde que les había mandado la foto que se habían hecho. Oliver tenía veinte años y era un morenazo alto y bronceado que parecía salido de una revista. Ella, una chica corriente, demasiado baja y sin ninguna gracia especial, que aún no había cumplido los quince. ¿Cómo no iban a tenerle envidia? Se rio para sus adentros mientras bajaba sigilosamente la escalera y salía por la puerta para dirigirse al punto donde habían quedado. Cruzó la calle de la urbanización en dirección a la plaza, estaba desierta, en el cielo se reflejaban las luces de la discoteca al otro lado del lago. Se sentó en un banco mientras observaba a un grupo de chicos que bebían al otro lado de la plaza, no los conocía y ellos no parecían haber reparado en ella. Conocía a poca gente allí, su madre y ella habían elegido ese pueblo para las vacaciones porque Oliver lo propuso. Se habían conocido online y las vacaciones eran una buena ocasión para verse en persona. Ella había aprovechado la excusa de que alguna de sus amigas veraneaba allí, pero era la primera vez que iba. Buscó el móvil en el bolsillo para entretener un poco la espera y se dio cuenta de que lo había olvidado en los pantalones que se había quitado. Bueno, ahora no pensaba regresar a buscarlo, tampoco iba a necesitarlo. Llevaba unos minutos esperando cuando llegó Oliver y le hizo una señal con los faros del coche. Ella se subió sin pensarlo y le saludó con un beso mientras él ponía la marcha y enfilaba la calle en dirección al lago. Llevaba una camiseta negra sin mangas que hacía resaltar los músculos de sus brazos. La melena oscura y rizada estaba echada por detrás de la oreja y dejaba ver el pendiente en forma de espada curva que colgaba del lóbulo.

No tardaron más que unos minutos en llegar a la carretera que circundaba el lago y en tomar un desvío de tierra hacia el interior del bosque, alejándose de la orilla del agua. Solo avanzaron un par de kilómetros antes de que Oliver aparcara el coche al borde del camino. Esa noche estaba muy callado y más serio que de costumbre, Tara se preguntaba si estaría nervioso. Eso le molestaba, él era el mayor, era ella quien tenía que estar nerviosa, no él. Cuando se apagó el motor, él se quedó mirando las copas oscuras de los árboles, aún no había dicho una palabra

—¿Qué te pasa? —preguntó Tara molesta—. Puedes volver a dejarme en el pueblo, si te lo has pensado mejor.

—No, no eres tú, perdona —contestó él, volviéndose hacia ella con una sonrisa que a Tara le pareció forzada—. ¿Estás segura de que quieres venir conmigo?

—¡Claro! Por eso estoy aquí —respondió ella, sonriendo también—. ¿Por qué no me cuentas qué te pasa?

—Puede que más tarde, no te preocupes por eso ahora —repuso él bajando del coche y cogiendo una mochila del asiento de atrás. Cerró el coche y cruzó el camino hasta un sendero que se adentraba entre los árboles antes de volverse alargando la mano hacia ella—. Ven, ya casi hemos llegado.

Se adentraron por el sendero agarrados de la mano y no se soltaron hasta que se estrechó demasiado como para caminar en paralelo. Él seguía silencioso, caminaba delante y ella le seguía procurando pisar donde lo hacía él. Estaba oscuro, ella no llevaba el móvil y por algún motivo que a Tara se le escapaba, él no estaba usando la linterna del suyo. Debía de ir a menudo por allí, porque parecía saber perfectamente dónde ponía los pies a pesar de la falta de luz. Llegaron a un claro y él dejó la mochila al pie de una encina. Ella se sentó en el suelo, apoyando la espalda en otro tronco y le miró mientras sacaba una botella y unos vasos de plástico de la mochila. Se sentó en el suelo frente a ella con las piernas cruzadas, dejando la botella y los vasos entre los dos. Tara se preguntó si por fin tenía ganas de hablar, ella no tenía demasiadas, no era eso lo que habían ido a hacer allí. Tampoco le apetecía beber. Mientras él llenaba los vasos, ella decidió tomar la iniciativa. Se movió hasta situarse junto a él y le abrazó por la cintura mientras le besaba en el cuello. Él se dejó besar mientras le alargaba uno de los vasos y le daba un sorbo al otro. Ella dio un trago al suyo apoyándose en el pecho de él, antes de soltarlo y sentarse a horcajadas sobre sus piernas cruzadas. A los diez minutos los vasos descansaban olvidados en el suelo junto a la camiseta de Oliver y ellos se besaban abrazados sobre el suelo húmedo.

Quince minutos más tarde, Tara yacía inconsciente en el suelo. Oliver se había quitado las botas y se disponía a cambiar los pantalones por la túnica ritual, con una expresión macabra en el rostro. El primero de los magos asomó la cabeza entre los árboles, era Miriam. Entró en el claro arremangándose la túnica y mirando a su compañero con una expresión burlona en el rostro.

—Vaya, me sorprende que siga vestida —dijo Miriam, mirando con desprecio a la chica inconsciente. Él le lanzó una mirada siniestra—. Estás perdiendo facultades.

—Es una cría, ¿por quién me tomas? —replicó él en tono hosco.

—No me ha parecido que ella esté de acuerdo en eso —se rio Miriam mientras el otro mago la fulminaba con la mirada.

—¡Silencio, sacerdotes! —les conminó Mara, que había llegado tras ella, antes de que Oliver pudiera replicar—. No es momento para discusiones.

—Lo siento, estoy nerviosa —respondió Miriam mientras comenzaba a desnudar a Tara. Oliver la seguía mirando con expresión huraña, él no iba a disculparse. Nadie lo esperaba.

—Más os vale encontrar la serenidad —dijo Conrad, dirigiéndose a los otros seis magos. Llevaba un cofre en las manos, era de madera labrada y estaba incrustado de joyas azules, rojas, verdes y amarillas. Ahora ya estaban todos en el claro, observando cómo Miriam desnudaba el cuerpo de Tara tendido en el centro—. No queremos que esto nos estalle en la cara.

Los demás bajaron la vista un momento y cerraron los ojos unos segundos, reflexivos, antes de continuar con los preparativos. Conrad depositó el cofre con delicadeza junto al cuerpo desnudo de la joven. Aquel cofre contenía los restos de la última encarnación del shanadi. Habían estado reposando en el templo desde su muerte. Custodiados por Shakah y sus sacerdotes, esperando a que reunieran la fuerza suficiente para conducir su espíritu junto a la diosa. Lo habían intentado, pero no quería marcharse y él no le quería obligar, suponiendo que hubiera podido. Ahora iban servir para hacerle regresar y que pudiera volver a encarnarse en un cuerpo vivo. Abrió el cofre y colocó los huesos con delicadeza alrededor del cuerpo que esperaba tendido en el suelo. Aquel sería el altar de esa ceremonia, allí se ofrecería el sacrificio de sangre y se abriría la puerta. Su rostro lucía una expresión de extremo respeto y reverencia. Mientras lo hacía, los demás le observaban en silencio con gestos que iban desde la alegría al temor, pasando por la impaciencia, pero en todos se podía leer el respeto reverencial que expresaba el primer mago. Sería como si nunca se hubiera marchado, como si solo hubiera tenido una transición más larga de lo normal. Sesenta años eran poca cosa para el Eterno, después de todo.

Se sentaron en círculo, con las manos apoyadas en las rodillas, y comenzaron un canto monótono. Las joyas verdes brillaron con la luz tenue de la luna llena que asomaba entre las copas de encinas y robles. Un arco de luz verdosa se formó sobre el cuerpo inerte, con una oscuridad que parecía absorber la luz en su interior. Vaporosas serpientes surgieron de los magos y comenzaron a reptar, esparciéndose por el círculo que formaban. Al principio parecían moverse aleatoriamente sin objetivo concreto, pero al poco, se dirigieron una tras otra hacia el altar vivo que ocupaba el centro. Todas menos una, que había ido hasta el pie de un gran olmo en el límite del claro y se había quedado allí, enroscándose sobre sí misma.

—¿Por qué la tuya rehúye al resto? —le espetó Miriam, agresiva—. ¿No deseas el regreso del shanadi?

—¡Claro que sí! —exclamó él a la defensiva—. ¡Hay algo en ese punto que la atrae! —¡No debería atraerla nada más que la esencia del Eterno! —le conminó Conrad en tono áspero. Oliver se había opuesto vehementemente a realizar el ritual y que ahora su serpiente se desmarcara del resto era sospechoso.

—Pues ha notado algo y nos está poniendo sobre aviso —contestó Oliver, en tono huraño. Lo único que le gustaba de aquel plan, era la posibilidad de que por fin Conrad dejaría de tener el poder absoluto. En su opinión, era un auténtico idiota, cobarde, corto de miras y demasiado rígido como para cambiar de opinión, incluso cuando era obvio que estaba equivocado. Fuera porque saliera bien y el Eterno volviera a asumir el mando y a él le dejara solamente el templo, o porque fracasara y eso le hiciera caer de una vez por todas, a partir de esta noche dejaría de ser el amo y señor de la comunidad. Aunque rezaba porque fuera la segunda opción: que regresara el Eterno tampoco le parecía una buena noticia.

—Deberíamos explorarlo y asegurarnos de que no hay nada peligroso —añadió Mara a su vez, conciliadora.

—Está bien —intervino Conrad, malhumorado—. Míralo tú, Olga. Tienes más sensibilidad para la exploración.

Olga se levantó de mala gana, se apartó la capucha de la cara y se la bajó. Estaba muy bien para concentrarse en algunos rituales, pero para otras cosas era un estorbo. Se pasó la mano por el cabello corto y oscuro, estaba mojado por el sudor. Se dirigió al viejo árbol y apoyó la mano sobre su tronco, sus ojos brillaron con un reflejo verde en la penumbra. Se agachó lentamente, pasando la palma por el tronco hasta que llegó al suelo y la posó sobre la hojarasca, al lado de la vaporosa serpiente. Allí había una tumba, una muy antigua. No reconocía la energía, ya casi ni parecía humana. Solo eran huesos viejos, alguien a quien debieron enterrar siglos atrás, tal vez víctima de algún crimen. Esa clase de energía habría atraído a la serpiente. Pero allí ya no había nadie, no captaba ningún espíritu que pudiese interferir en el hechizo. Oliver era reacio al ritual y tal vez sentía algo por la chica, había estado muy hosco todo el tiempo y era enamoradizo. Eso podría haber llevado a su serpiente a buscar algo más.

—Solo es una tumba vieja y vacía, nada que nos pueda molestar —dijo, dirigiéndose a Conrad, antes de volverse hacia Oliver—. Espero que no te hayas enamorado de la cría, sacerdote.

—Claro que no, solo soy prudente —repuso él, sin mirarla.

Olga volvió a su sitio y retomaron su cántico. Lentamente la serpiente rebelde fue reptando hasta el lugar donde estaban las demás. Se quedaron reptando alrededor del altar viviente y lentamente, a medida que el canto avanzaba, se fueron tornando más sólidas. Cuando Gemma alargó la mano hacia la bolsa de deporte y comenzó a sacar los objetos rituales, ya se podía escuchar claramente el rumor del cuerpo de los reptiles sobre la hojarasca del suelo. Un cáliz de plata labrada con formas onduladas en el pie, un puñal también de plata con la empuñadura labrada del mismo modo y siete antorchas pasaron de mano en mano. Mara encendió las antorchas y las colocó alrededor de la tumba en un amplio arco. Se arrodillaron cada uno junto a una de ellas y se concentraron. Conrad se cortó la palma de la mano con el puñal y lo pasó a Mara para que hiciera lo mismo. El puñal pasó rápidamente de una mano a otra, y cuando el último lo dejó en el suelo, juntaron las manos sangrantes sobre el cáliz que habían dejado junto a Tara. Conrad y Mara se levantaron y escribieron los símbolos en el suelo alrededor de los huesos del shanadi, mojando los dedos en el contenido del recipiente. Los demás magos unieron sus manos y comenzaron de nuevo con el cántico monótono. Las serpientes comenzaron a sisear y a moverse más deprisa, se estaban excitando.

Conrad comenzó a pronunciar la invocación, primero en voz baja y elevando el tono lentamente. Mara se acercó a la chica dormida y sin dejar de recitar, le cortó en las palmas de las manos. En cuanto su sangre tocó el suelo, los signos escritos en él comenzaron a brillar con luz verdosa. El tono de la invocación iba subiendo. Las serpientes cubrieron el cuerpo de Tara y entraron en él, lo atravesaron y se hundieron en el suelo manchado de sangre. Volvieron a emerger y a colocarse sobre ella, inmóviles hasta que se desvanecieron. Se hizo el silencio mientras los magos miraban a la víctima propiciatoria con gesto desencantado. La invocación había fallado.

Volvieron a intentarlo, las serpientes volvieron a aparecer y a desaparecer sin resultado. Estaban desolados, Mara ahogó un sollozo mientras Olga se dejaba caer de espaldas, agotada. Conrad seguía mirando incrédulo a la joven, que seguía tumbada con las manos sangrando sobre el suelo. Era un ritual que había estado prohibido desde hacía más de mil años, nadie de los que alguna vez lo había puesto en práctica seguía vivo. Tal vez habían cometido algún error, pero eso no parecía posible, lo habían repasado muchas veces. El Eterno tenía que estar empujando desde el otro lado, pero no lograba cruzar la puerta. No iban a tener otra oportunidad, ella se aseguraría de eso. El mago estaba tratando de decidir si darse por vencido o volver a intentarlo, cuando Tara se movió.

La miraron sorprendidos, no podía despertar aún. Pero no había despertado. Una nube de oscuridad surgió de ella y se quedó flotando sobre su cuerpo. Conrad cayó de rodillas. ¡Era él!, ¡había conseguido atravesar la puerta! Su conciencia estaba dispersa, pero había vuelto y pronto recuperaría fuerzas. ¡Estaba seguro!

La nube descendió sobre Tara y entró en ella de nuevo. Gritó en sueños y Oliver se estremeció. Podía sentirlo, a él y al miedo atávico de ella, que no sabía qué le estaba pasando. Se suponía que no tenía que sentir nada, la habían drogado para evitarlo. Pero era consciente de lo que sucedía, podía ver su espíritu rebelándose contra el Eterno y tratando de expulsarle de su cuerpo. Demasiadas cosas que no tenían que suceder estaban ocurriendo. Tenía un mal presentimiento, estaba convencido de que aquello no podía funcionar desde el principio. Ahora se temía que iba a ser algo peor que un ritual fallido porque había funcionado, su señor había vuelto, y se preguntaba cuál sería el precio final que pagarían por eso. Shakah no podía estar contenta, pensó, aquello era una blasfemia, ella no había intervenido y no podían esperar que les ayudara. Si acaso, todo lo contrario. No debería haber participado, aunque le hubiera costado acabar en una mazmorra. Miró a sus compañeros, casi todos estaban mirando lo que sucedía maravillados, eran unos insensatos. Solo Gemma cruzó la mirada con la suya, ella también estaba preocupada, había palidecido y las pecas destacaban en la piel clara de su rostro. Tara se agitaba y gimoteaba, ahora su cuerpo estaba levitando. En sus brazos aparecían heridas surgidas de la nada, que arrojaban más sangre sobre el suelo, y su torso se estaba llenando de marcas oscuras. Estaba teniendo un encuentro con el shanadi, hambriento y confuso, pensó Oliver. Ojalá no la matase en el proceso de alimentar su fuerza. Pero ella también le estaba creando problemas, aunque solo él podía verlo. Conrad había cometido un gran error al elegir a aquella chica como víctima propiciatoria, estaba seguro de que acabaría por arrepentirse. La creía impura, por eso se había atrevido a sacrificarla, debería haber mirado mejor. Oyó el ruido de un motor y después el ruido de una puerta al cerrarse de golpe.

— ¡Tenemos que irnos! —dijo alarmado a los demás—. ¡Alguien viene! Es la izani, la chica la habrá alarmado. No está tan inconsciente como parece.

—¡Pero él ha vuelto! —exclamó Mara—. ¡No podemos abandonarle!

—Ha despertado y está aquí, le reclamaremos desde el templo —le dijo Conrad—. ¡No podemos enfrentarnos a ella ahora! ¡Vamos! ¡Tenemos que salir de aquí!

Mara le miró; ¿tanto miedo le tenía a su hermana? ¡Él había regresado! ¡Ni siquiera ella podía ignorarlo! Dejar las cosas a medias no era buena idea. El ritual en sí ya había sido arriesgado y ahora quedaría incompleto. Pero los demás ya estaban levantándose y recogiendo los objetos a toda prisa. Ninguno quería enfrentarse con ella, ni siquiera con el Eterno junto a ellos, así que Mara no tuvo más remedio que resignarse. Se internaron en el bosque sin perder tiempo y lo más silenciosamente posible, el coche que había usado Oliver quedaría abandonado en el camino. No tardaron en escuchar el grito de la izani, Gemma se estremeció, lo había sentido físicamente. Vio la cara de Olga que la miraba, ella también lo había notado. Conrad incluso se había detenido un momento en la huida. Seguía siendo izani con todas las de la ley, si alguno lo había dudado, ahí estaba la prueba.

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